martes, 30 de marzo de 2010

A mi hermano

Buscando un blogger amateur como yo una forma barata y cómoda de promocionar su humilde rincón en la red recurre inicialmente al ámbito familiar. Ése fue mi caso. Hace ya dos meses que nació este cuaderno de bitácora y, cual padre orgulloso de su recién nacido, fui a mostrar a mis familiares más informatizados mi creación. He de admitir que la recepción de mis ilusionados ensayos fue anímicamente correcta, que para eso está la familia, salvo por parte de mi hermano. No en vano, hace apenas una semana surgió de la nada el tema durante una conversación fraternal, durante la cual recibí la siguiente intencionada puñalada verbal por parte de mi pariente: “¡Macho, mira que lo he intentado varias veces pero no consigo terminar de leer ninguna de las entradas de tu blog!”. El curioso motivo alegado fue la supuesta dificultad de mi lenguaje, las complejas estructuras que, según él, abundan entre estas líneas. Mi propósito del día es lograr que mi querido compañero de padres sea capaz de leer al menos una, sólo una entrada de este sufrido blog.


No te alarmes, hermano, que si escapa de mis manos algún vocablo que pueda suponerte cierta complejidad te anotaré inmediatamente su significado para ahorrarte la aconsejable molestia de hojear un diccionario. Por otra parte, he de admitir que tu comentario me deja ciertamente atónito (= pasmado o espantado de un objeto o suceso raro), pues tú, al igual que quien te habla, eres un admirador ferviente (= que hierve) de las poesías urbanas de ese maestro de la palabra que es Joaquín Sabina. Además, sinceramente, aunque uno intenta exprimir su destreza (= habilidad, arte) hasta que sus neuronas se lo consienten, creo que mis textos nunca estarán a la altura de, por ejemplificar, don Gabriel García Márquez. En cualquier caso, te envío desde estos párrafos un consejo tan práctico como poco original, y es que te aficiones al noble arte de la lectura. De buen seguro que cuando tus ojos se adapten a giros y metáforas diabólicas, seguir estas palabras te resultará de lo más viable (= que, por sus circunstancias, tiene probabilidades de poderse llevar a cabo). Si requieres (= necesitas) consejo, eres buen conocedor de que en tu propia familia, que es la mía, existen buenos lectores que te podrían orientar por el camino del buen hacer.


¡Ánimo, hermano, que ya llevas la mitad del todo! Realmente no me quedan excesivos asuntos por tratar. Eso sí, es mi deseo dejar constancia a todos mis fieles navegantes y bucaneros (= piratas de los siglos XVII y XVIII) que no es mi dedicado del día un sujeto inculto. Puedo jactarme (= alabarme presuntuosamente = alabarme con demasiada confianza) sin temor a errar de tener una familia de un nivel racional más que aceptable. Simplemente la divergencia (= diferencia) entre nosotros es de estilos. Si bien Odiseo se considera más clásico, más aficionado a culturizarse a través de la lectura de obras inmortales o la visualización de filmes (= películas) que perduran en la memoria, la otra mitad de la descendencia familiar tiene tendencia a basar sus conocimientos en cuestiones más populares, a través de la lectura de noticias, comentarios de la calle y otras ramas que, sin menospreciar, no eximen (= libran de obligaciones) de la otra rama de la cultura.


Bien, si has conseguido alcanzar este último párrafo prácticamente se puede dar por hecho que conseguí culminar con triunfo mi meta. ¿A que no ha resultado tan virulento (= maligno, ocasionado por un virus)? Ahora te animo con mis extenuadas (= debilitadas) fuerzas a que eventualmente (= incierta o casualmente) visites mi hogar virtual que, si bien aún es diminuto y frágil, promete desarrollarse y crecer cual tetraclinis articulata (ésta no te la digo), y espero que compartas esa evolución y seas parte activa en ella. Y aunque no debes acostumbrarte a estas definiciones entre líneas, te aseguro que si te enganchas a mi aventura, en breve tiempo te serán totalmente redundantes (= que sobran en un determinado contexto) ¡Nos vemos, mi fiel navegante!

jueves, 18 de marzo de 2010

Cinco minutos

Hasta el más crítico entre los críticos se cansa a veces de buscar siempre la parte negativa de esta vida, de resaltar todo lo mejorable que nos rodea, y siente el poderoso e irremediable deseo de hablar, aunque sea excepcionalmente, de algo agradable, con gusto, algo de lo que se pueda dialogar sin indignación ni rabia. Siendo este mi caso hoy, les anuncio que mi intención en el presente ensayo es ni más ni menos que rendir un sincero homenaje.

Quien me conozca un poco, aunque sea por mis textos, sabrá que no tengo la menor intención de rendir tributo a ningún personaje harto de elogios mediáticos o sociales. Es más, no pretendo alabar a ningún ser humano, por más o menos conocido que sea. Mi propósito es reconocer como se merece un momento que apenas tiene consideración por el hombre de a pie. Mi humilde homenaje va dedicado a esos cinco minutos que transcurren inmediatamente de que nos hayamos despertado con el maldito timbre de nuestro reloj de mesilla, ese glorioso espacio de tiempo en que nos preparamos mentalmente para librar nuestra particular batalla diaria.

No encuentro palabras para describir esa contradictoria sensación que nos produce ser conscientes, por una parte, de que finalizó nuestro periodo de descanso corporal, y por otra, recordar que pusimos la alarma con la suficiente antelación como para permitirnos seguir tumbados cinco minutitos más en nuestro lecho. Sí, es cierto, transcurridos esos minutos habremos de incorporarnos, saludar al nuevo día y encarar no sin cierta pereza todos los problemas que nos deparará la jornada. Pero esos trescientos segundos son única y exclusivamente para deleitarnos, para saborear el hecho de estar despiertos pero recostados y, quizá, con los párpados aún tapando nuestras pupilas.

Y no se piensen ustedes que ese periodo de tiempo es meramente de meditación y asimilación, qué va. Es un momento perfecto también para completar nuestros inacabados sueños. ¡Cuántas veces nos ha abandonado Morfeo justamente cuando nuestro sueño se encontraba en su desenlace final y apenas con un par de escenas más quedaría íntegro! Creo que es sentimiento común la sensación de anhelar retomar nuestro letargo con la intención de proseguir el sueño por donde se nos cortó, cual si de una película detenida por el botón de pausa se tratara. Por desgracia sabemos que esto no suele ocurrir, por lo que es opción recomendable concluir a nuestra voluntad la aventura en la que estábamos envueltos de lleno, opción para la que vienen que ni pintados nuestros cinco protagonistas del día.

Si, por el contrario, el sueño en que estábamos enfrascados no nos resultó excesivamente agradable y más bien nos ahogábamos en una temible pesadilla copada de malvados monstruos, despiadados asesinos, violadores, políticos o suegras, son imprescindibles esos homenajeados minutos para retomar el titubeante aliento, cerciorarse de que la pesadilla había sido tal y ser capaces de ponernos en pie sin que ese inquietante temblor corporal siga azotándonos. Cinco minutos y como nuevos.

No hay más que recordar la que solía ser nuestra primera frase de cada día durante nuestra inocente infancia. “¡Cinco minutos más, por favor!”, le decíamos a nuestra madre cuando se desesperaba por lograr que alcanzáramos la escuela a la hora convenida. Hoy, adultos y un poquito más responsables, seguimos precisando de ese breve tiempo para reaccionar. ¡Benditos minutos!, ruego a las más altas divinidades que nunca nos faltéis, que seáis nuestros fieles compañeros matutinos y que jamás permitáis que nos veamos obligados a incorporarnos de la cama a la hora exacta en que la noche anterior fijamos nuestro despertador.

jueves, 11 de marzo de 2010

Día internacional de...

Con los restos del día internacional de la mujer trabajadora aún colgando en nuestras cabezas me dispongo a tratar sin piedad alguna por mi parte el asunto de este tipo de jornadas tan atractivas ante los ojos del pueblo. Eso sí, voy a adelantarme a posibles malvados ojos clavados sobre mi ser proclamando a los cuatro vientos mi total respeto y apoyo a las féminas trabajadoras, a la igualdad de oportunidades entre sexos y, en general, a la mayoría de temas destinatarios de este día propio en el calendario. Mi feroz crítica nunca irá dirigida a ellas, ni a la lucha contra el SIDA, ni a las madres y padres del mundo. El único destinatario de mis disquisiciones es ese momento, esa fecha con nombre y apellidos que nos recuerdan sin cesar todos los medios de comunicación durante una semana a la redonda.


Aparece ahora en mi memoria una curiosa escena transcurrida hace justo una década, en el año 2000, año que fue declarado, no sé por quién, el año mundial de las matemáticas. Siendo yo pleno estudiante de esa licenciatura, me resultó inevitable sentir cierta infantil ilusión a causa de estar metido de lleno en la materia de moda en todo el planeta. Pero lo anecdótico y lo que grabé en mis recuerdos universitarios fue la sentencia de un veterano profesor que por ese entonces impartía en mi grupo Topología de superficies. “Cuando se dedica un día internacional a algo, es que ese algo va mal. Pues imaginaos cuando se dedica un año entero”, fueron sus palabras con las que zanjó cualquier tipo de debate.


Por desgracia, tenía mucha razón. Estos cansinos “días de” no son más que intentos desesperados de sacar a flote algo que se hunde irremediablemente hasta las profundidades abismales. Pero, como en casi todo en esta vida, la solución rápida y directa suele ser siempre la más ineficaz y propensa a rehacer el problema, en ocasiones hasta con mayor intensidad. No me pueden negar que, en su etapa estudiantil, acudieron ustedes a algún que otro examen sin más preparación que la adquirida la tarde anterior. Los resultados solían ser o nefastos en cuanto a nota se refiere, o aceptables en este sentido pero nulos en cuanto a conocimientos asimilados, pues se olvidaba todo escasas horas después de finalizar el control. (Hoy en día esas cosas son impensables. Actualmente la juventud no estudia ni siquiera esa tarde). Esto no es más que una pequeña muestra de mi tajante afirmación: las soluciones rápidas y momentáneas nunca llevan a buen puerto.


Como les decía, soy el primer partidario de luchar por conseguir la igualdad total entre hombres y mujeres, pero lo que me indigna y califico de vergonzoso es que desde los altos cargos se nos pretenda hacer callar con un simple “día de”. No me quedaré convencido de que se está trabajando en esto hasta que no se comience a tratar el problema desde su raíz, con una buena perspectiva a largo plazo. Personalmente no tengo prisa. Esta desigualdad data de varios miles de años, así que puedo esperar pacientemente algún año más si la finalidad lo merece, pero es preciso visualizar un camino correcto. Jamás verán un corredor de maratón esprintando durante los primeros kilómetros, sería del género idiota. Lo importante es mantener un ritmo adecuado y constante para alcanzar firmemente el ansiado final. El problema es que ahora mismo lo que yo veo son días de acelerones alocados, pero luego meses de irremediable inmovilidad, y así difícilmente cruzaremos la línea de meta.


Sé de buena fe que no se puede acabar con estas llamativas y publicitarias jornadas de un plumazo, y no voy a negar que es digno de elogio recordar durante veinticuatro breves horas aspectos ciertamente relevantes del mundo en que nos toca vivir, pero más elogiable aún sería si tuviéramos esos mismos conceptos presentes durante todo el año y lucháramos por ellos por nuestra propia voluntad, sin que una inscripción bajo la fecha de nuestro calendario de pared nos ordene cómo hemos de actuar durante la consabida jornada.

sábado, 6 de marzo de 2010

Acostumbrado a las costumbres

¿Se deben respetar las tradiciones? El contestar a esta pregunta, afirmativa o negativamente, de buen seguro haría engordar notablemente mi círculo de enemigos íntimos. No obstante, el objetivo primordial de este breve artículo no es otro que defender la posibilidad de someter a crítica estas costumbres. Está lejos de ser justo el hecho de que una tradición, por el mero hecho de llevar a cuestas esa etiqueta, se vea exenta de juicios y valoraciones objetivas.

Pondría la mano sobre una ardiente llama de fuego al afirmar que más de uno de mis afables lectores, con únicamente este escueto párrafo, ha atraído a su mente inquieta la imagen de cierto animal, al cual muchos se asemejan en las fotografías cuando tienen tras de sí al bromista de turno, y la despótica manera que se tiene de hacer de él carne de cañón. Tampoco dudo que si le dedican unos breves minutos a la búsqueda de ejemplos costumbristas no faltarán en sus respuestas días de celebraciones diversas, que se dirían nuestras únicas oportunidades de demostrar nuestro afecto a seres allegados, o problemas de capacidad bucal cuando nos proponemos ingerir en tiempo record una docena de diminutas frutas al comienzo de cada esperanzador año. En fin, una importante cantidad de ejemplos que podría detallar, mas optaré por no infringir sopor al personal, amen de otras tantas ilustraciones que el abandono momentáneo de las musas hace que no recuerde.

Si bien estos ejemplos probablemente estén aceptados por todos como tradiciones, es mi deseo profundizar un poco más, alcanzar un nivel superior y reflexionar sobre usos que quizá no denotaríamos como tradiciones, sino más bien como costumbres o hábitos, y tal vez ese es el motivo de que originen menos polémica que los anteriormente mencionados. Debo aclarar que no estoy haciendo referencia a rutinas personales, las pequeñas manías de cada uno de las que cada cual es dueño y que son realmente las que nos definen como personas. Mi intención es referirme a formas de actuar aceptadas por la inmensa mayoría y nunca sopesada su practicidad. Para mayor claridad les intentaré ilustrar con el ejemplo que originó en mí la idea de tratar este asunto.

¿Se han preguntado en alguna ocasión por qué utilizamos numeración romana para los siglos o para la ordenación de reyes y papas? Si se examina con detenimiento, los números romanos, en la práctica, son considerablemente menos útiles que nuestro sistema actual, el arábigo. Por cierto, permítanme este minúsculo paréntesis para corregir esa nomenclatura, pues si bien nuestros números actuales fueron tomados de los árabes, no fueron ellos sus inventores, sino que se limitaron a introducirlo en occidente aprendido en la India.

Les decía que este sistema de escritura numérica es francamente inútil y engorroso. Por un lado, tenemos la notable desventaja, más aún cuando solemos ser fieles seguidores de la ley del mínimo esfuerzo, de la elevada longitud, en ciertos valores, del sistema de letritas con respecto al de nuestros diez dígitos. ¿Acaso no nos produce una inmensa pereza pensar que hemos de referirnos al papa de mitad del siglo XX (¡otra vez los dichosos caracteres romanos!) como Juan XXIII, siendo más breve Juan 23? Por no hablar cuando deseamos conocer el año de edición de un libro con cierta antigüedad y hemos de poner los cinco sentidos en interpretar que la serie MCMXLIX hace referencia al año 1949.

Por otra parte, si alguna vez han sentido la picante curiosidad de intentar sumar dos cifras en la notación que nos atañe se darán cuenta inmediatamente de que lo más cómodo es traducir a nuestro sistema actual y realizar la adición como los enseñaron nuestros adorados maestros en nuestra más tierna infancia. Sin entrar en detalles muy rigurosos, simplemente diré que el motivo de esta dificultad reside en que no estamos ante un sistema de numeración posicional. Dicho de otra forma, cada carácter romano tiene siempre el mismo valor se ubique donde se ubique, mientras que en nuestros incomprendidos números arábigos el símbolo 5 puede significar cinco, cincuenta, quinientos… dependiendo si se encuentra en el último, penúltimo o antepenúltimo lugar. Esto, que así dicho puede parecer enredoso, es la ventaja fundamental de estos números y la culpable de que los algoritmos de las operaciones aritméticas elementales estén al alcance de todos.

Resumiendo, que no quisiera centrarme en un único ejemplo habiendo tantos donde elegir, simplemente quiero defender el derecho a que todos nuestros hábitos generalizados sean sometidos a juicio y, si no logran superar la prueba de la practicidad, sean suplantados de inmediato, mal nos pese en el aspecto sentimental y nostálgico.