viernes, 16 de abril de 2010

Homenajes póstumos

Hace escasos días fuimos sorprendidos por el fallecimiento del célebre periodista deportivo Juanma Gonzalo, que en paz descanse. Francamente, aunque relativamente aficionado al deporte, no soy fiel devoto de ningún comentarista, presentador o tertuliano del mundo deportivo, pero ayer en escasa media hora de escucha radiofónica me capacitaron para poder redactar la biografía de este hombre. Que nadie quiera malinterpretarme, nunca una baja en nuestro mundo será motivo de felicidad para un servidor. El quid de la cuestión es la cantidad de alabanzas, elogios y piropos varios que recibió Juanma precisamente cuando ya no los podía escuchar.

No deja de resultar curioso, chocante y algo vergonzoso el hecho de que parezca requisito indispensable fallecer para que te sean reconocidos tus méritos. ¿Estratagema comercial abusando de la sensiblería del pueblo? Puede ser, juzguen ustedes mismos. Además, una copia de esta misma situación la pueden encontrar cada cierto periodo de tiempo. No hace mucho que también nos dejó uno de los genios de las letras hispanas de los últimos años, Miguel Delibes. No pierdan detalle este inminente día del libro. Su nombre aparecerá en prácticamente todos los actos que tengan lugar con motivo de esta jornada. Por supuesto, toda mención que se le haga estará totalmente justificada y merecida, nadie lo duda. Lo indignante es el hecho de que el homenajeado no pueda disfrutar y deleitarse con su propio homenaje. ¿Acaso no hubiera sido realmente hermoso que fuera hace doce meses cuando se reconociera públicamente el talento y el agradecimiento a don Miguel?

Todos sabemos sobradamente que en ocasiones apenas podemos prepararnos, pues la parca puede hacer acto de presencia cuando le plazca, incluso cuando los cánones indiquen que aún debieran faltarle algunos años o décadas. Admito que reconocer a una persona, digamos, de unos cuarenta años y que todavía se encuentra en plena facultad de ejercer su profesión puede parecer precipitado, aunque no veo ningún motivo por el que pueda considerarse así. Lo que realmente no concibo es esperar a rendir tributo a alguien que ya lo ha dado todo o que se puede intuir que está en su última fase de la vida. Desde aquí rogaría que si realmente se quiere agradecer a un personaje su labor, hagámoslo, si es posible, de forma que pueda sentirlo y disfrutarlo en sus propias carnes. Si, por el contrario, lo único que queremos hacer es un buen negocio aprovechándonos de la desgracia de alguien, entonces adelante, sigamos con los homenajes póstumos.

Incluso, para más cosas increíbles, es asombroso lo que le revaloriza a uno la muerte. Una vez no estás, te llueven una cantidad de agradables calificativos que posiblemente jamás escuchaste en vida. Tus logros se triplican y nadie se acuerda de tus fallos o tus deslices. Seamos serios. Si alguien se merece elogios a punta de pala por méritos propios, pues démoselos siempre, vivo o inerte. Y viceversa, si alguien ha sido un capullo integral en vida, no veo motivos para apiadarnos de él solamente porque ya no esté entre nosotros. Yo, por mi parte, sólo deseo que si realmente se me quiere agradecer algo que, dentro de mis posibilidades, haya podido hacer de bueno para otras personas, me lo hagan saber mientras mi cerebro no dé muestras de debilidad ni de apagón total. Yo, por mi parte, predicaré con el ejemplo y procuraré demostrar todo lo que tenga que reconocerle en vida a quien haya hecho algo por mí.

lunes, 5 de abril de 2010

Hablemos de educación (2)

Después de mis dos últimas entradas, tan livianas y políticamente correctas, y para evitar el riesgo de metamorfosearme en una cabeza cuadrada que acepta todo lo que le ofrecen y de que mis allegados familiares sospechen de mi correcto estado de salud mental, vuelvo a mis andadas críticas y sin piedad con un tema que ya traté y que conozco de primera mano: la educación.


Si bien en mi anterior ensayo me limité, que no es poco, a disipar cualquier duda sobre la más que evidente decadencia de la educación española, hoy pretendo indagar más profundamente y dar mi justificada opinión sobre los que considero los principales causantes de esta crisis tanto o más importante que la económica que estamos sobrellevando.


La idea de relatar estas líneas me vino tras los resultados académicos de la recién concluida segunda evaluación. Sin excesivo orgullo he de proclamar que conseguí batir mi más escandaloso registro personal: 20 suspensos en un grupo de segundo de ESO de 22 alumnos. Eso supone cerca del 91%. Y que nadie salte a llamarme ogro, abusón o destrozaniños, que lo desconcertante del asunto es que todos los profesores del grupo tuvieron registros similares y alguno alcanzó el cien por cien de calificaciones negativas. El resto de grupos no fueron tan impactantes comparados con éste, pero las diferencias no son tan abrumadoras como pudiera parecer. ¿A qué se debe esta hecatombe? Personalmente me atrevo a llenar de culpabilidad a dos aspectos de la vida de estos escolares que a continuación trataré de trasmitirles.


Hay una más que obvia evidencia (valga la redundancia), y es que a los adolescentes actuales les importan tres pimientos sus resultados. Ya apenas se ven jóvenes estudiantes agobiados por alcanzar ese ansiado cinco en determinada materia. A la inmensa mayoría les resulta indiferente suspender una que ocho. Esta dejadez, pienso, habría que achacarla tanto a los chavales como a sus progenitores.

Por una parte, es asombrosa la pasividad de algunos padres ante el más que austero futuro que se labran irremediablemente sus engendros. Cierto día tuve lo que pretendía ser una charla seria con uno de los miembros del irritable grupo que mencioné párrafos arriba, uno de estos chavales cuyas notas se escriben en lenguaje binario (es decir, a base de ceros y unos) y que tiene como objetivo primordial en sus visitas al centro de “estudios” el romper todo lo posible la relativa normalidad de una clase. Tras cientos de intentos frustrados de que aprendiera al menos a comportarse y, si fuera posible, a hacer la “o” con un canuto, cambié mi táctica e intenté incitarle a que dejara de asistir a clase y se dedicara a algo más provechoso (dejar claro que esta propuesta, según los demagogos que no han pisado en su vida un aula, es totalmente denunciable y digno casi de la pena capital, así que debe hacerse sin testigo alguno, cáptese la ironía). “¡Sí, hombre! Luego le llegan a mi padre todas las faltas y me infla a hostias”, fue su contundente respuesta. Mi réplica no se hizo esperar: “Y cuando le llevas todo suspenso, ¿no pasa lo mismo?”. “¡Qué va! Ya está acostumbrado”. Ante esa respuesta entendí que ese chico era un caso más que perdido y que no había lugar humano por donde agarrarlo. Nos guste o no, la mayoría de nosotros, los que hicimos unos estudios primarios y secundarios medio decentes, sentimos decenas de ocasiones la fuerte tentación de no hacer los deberes o abandonar un examen, y al final los deberes quedaron realizados y el examen preparado gracias a que, de una manera u otra, intervino nuestro padre o madre, bien con amenazas, bien con premios, bien con cualquier otra artimaña. Actualmente a la mayoría de los padres les resbala olímpicamente lo que hagan sus hijos en clase. Se limitan a dar a colegios e institutos un uso de guardería o parking, un lugar donde retener a su prole para que no les molesten en casa o, si en la vivienda familiar no hay nadie por las mañanas, para evitar que estén en la calle, no se vayan a resfriar los pobres. En fin, con estas premisas ya se imaginan el futuro de estos desamparados.


Por otro lado, si en algún colegial se vislumbrara un punto de cordura, tenemos a la televisión para encargarse de borrarlo fulminantemente. Si un chico de, pongamos, quince años se sienta unos segundos a pensar en su inmediato futuro y se llega a acongojar mínimamente, basta con que conecte la caja tonta (que por algo tiene ese apodo) y tendrá la vida resuelta. Hay mil maneras de ganarse la vida que no pasan por estudiar y ser responsable. Podemos entrar en una academia donde asombrosamente te enseñan a cantar o bailar en cuatro meses y hacernos artistas profesionales. Podemos entrar en una casa aislada del mundo otros tantos meses y, además de una prima inicial de varios miles de euros, hacernos periodistas. Podemos, incluso, esperar a que vengan los ojeadores del Real Madrid asombrados por nuestra calidad futbolística y nos ofrezcan un contrato similar al de cierto jugador portugués. Y en un caso extremo siempre nos queda la posibilidad de infiltrarnos en la cama de algún famoso o famosa y, a raíz de esa proeza, dedicarnos a pasear por platós televisivos demostrando nuestra capacidad de volumen en lo que parecen concursos de griterío.


Resumiendo, para no aburrir a mis leales lectores. Los chicos de esta edad necesitan algún estímulo para avanzar correctamente en sus estudios. Si ese incentivo no se encuentra en la sociedad o en la televisión, debería encontrarse en el ámbito familiar. Si no existen esos incentivos, apaga y vámonos, pues ese desdichado adolescente está predestinado a ser carne de cañón de por vida. Puede que haya quien piense que exagero. No negaré que he generalizado, que a veces se dejan ver alumnos con un grado de responsabilidad aceptable o padres realmente implicados, pero créanme si les digo que ni unos ni otros superan el veinte por ciento del total. En cualquier caso el tiempo, por desgracia, el tiempo me dará la razón. Hablemos si no dentro de quince años. Hasta entonces, buena suerte.