miércoles, 5 de agosto de 2015

Confirmando la edad

Ando ya por los treinta y tantos tacos. Como otra mucha gente que proviene de finales de los setenta o principios de los ochenta, me he criado con Espinete, he jugado a las canicas, he suspirado para que en algún maldito sobre apareciera el cromo de Michael Laudrup, he bailado como un payaso la Macarena y me he confirmado. Puede parecer que esta última afirmación se sale un poco de la línea del resto de tópicos sobre esa dorada época, pero deben de ser muy pocos los españoles de esa quinta que no recibieran ese sacramento. Era una serie que se hacía casi por inercia: se te remojaba el cogote recién nacido para que quedaras bien bautizado (y así dejaras de ser moro, como dicen los cuentos de viejas), luego con ocho o nueve años te daban una buena hostia y así hacías oficialmente tu primera comunión y, unos años después, supuestamente con más uso de razón, el clérigo de turno oficializaba la confirmación, prueba de que ratificabas los dos sacramentos anteriores.
Uno de los enigmas que nunca alcancé a entender de este sacramento era variedad en la edad a la que había de recibirse. Al igual que la edad para comulgar siempre ha sido más o menos fija, no ha sido así para la confirmación. Personalmente me confirmé con diecinueve añacos y ya cerca de peinar canas, aunque fue por una circunstancia excepcional, la gente de mi grupo era un año menor. Pero el caso es que diversos conocidos, familiares o compañeros de estudios, ya habían realizado este acto con diecisiete o, incluso, dieciséis primaveras. Podría parecer que todo dependía del momento en el que uno se sintiera preparado o, tal vez, de la intensidad de sus ganas de fiesta y jolgorio (me inclino más por esa opción).
Pues bien, a día de hoy, un trío de lustros después y con el número de canas multiplicándose, mi trabajo como docente me permite y obliga a estar en contacto constante con adolescentes. De tal forma, me resulta inevitable en frecuentes ocasiones enterarme de sus comentarios e inquietudes, bien porque ellos mismos no tienen pudor alguno para ocultármelo o, incluso, contármelo abiertamente, bien porque, aunque lo estén hablando en un segundo plano, un servidor saca a la maruja que lleva dentro y conecta la parabólica para sintonizar la onda adecuada. Sea como fuere, la realidad es que cuando el mes de mayo se divisa el tema de la confirmación suele estar a la orden del día. Es gracias a esto que conozco por diversas fuentes que la edad habitual en estos tiempos para recibir este sacramento es la de quince años o, incluso, catorce. Traducción: en escasas dos décadas la edad usual para confirmarse se ha reducido aproximadamente unos cuatro años, lo que puede parecer insignificante en personas algo más maduras pero que en plena adolescencia supone más de un veinte por ciento, lo cual no es moco de pavo.
¿Tiene este adelanto temporal alguna razón lógica? Un servidor tiene una hipótesis que, con permiso del lector, paso a exponer. Recuerdo que muy poco tiempo después de ser confirmado fue cuando mis valores eclesiásticos comenzaron a derrumbarse y comencé a sentir cierto repelús por el clero. Fue una época de cuestionármelo todo, de ver sinsentidos diversos y de hacer tambalearse todos los cimientos que durante casi dos décadas se habían ido consolidando. En principio mi teoría se basó en que esa época de apostatar coincidió con mis inicios como prototipo de científico en la facultad de matemáticas, aunque a fecha de hoy tiendo a pensar que es cuestión de edad, de que llega un momento en la vida de la mayoría de personas en que comienzan a cuestionarse ciertos temas. En los ochenta y noventa esa edad no solía adelantarse al momento de la confirmación, ya que los efectos de tanto domingo en misa escuchando que iremos al infierno solían durar hasta esa etapa; a día de hoy, sin semejante colchón eclesiástico, existe la posibilidad de que ese replanteamiento de los valores pueda adelantarse en el tiempo. Con esta precocidad confirmativa todos salen ganando: nuestra alocada juventud logra anticipar un buen motivo para una salvaje fiesta casi un lustro; la iglesia, ese organismo al que cada año cedo una porción de mi declaración de la renta (léase en tono sarcástico), por su parte, evita que una importante masa adolescente piense de más y sufra una fulgurante crisis religiosa antes del tercer sacramento.
Esta es mi teoría, por supuesto digna de críticas y posibles argumentos en contra pero, al menos eso creo, perfectamente lógica.