miércoles, 4 de noviembre de 2015

El respeto al difunto


Hace ya algunos, bastantes años (no recuerdo el dato exacto y, sinceramente, no tengo ganas de buscarlo en Wikipedia) que abandonó este mundo un personaje al que podríamos definir, por empezar con adjetivos livianos, como singular. Me refiero al que fuera alcalde de Marbella y presidente del Atletico de Madrid, sí, ese mismo, Jesús Gil. Sinceramente, desde el momento en que comencé a saber de él, a escuchar sus ridículos comentarios, a leer sus incoherentes declaraciones o a observar sus payasadas en esa cadena televisiva que parece que desea inmortalizar su espíritu promoviendo el mismo tipo de programas absurdos y de mal gusto, desde ese momento, decía, me cayó tal cual me caería una buena patada en la barriga tras haberme metido entre pecho y espalda una de las suculentas y copiosas cenas de Nochebuena de mi abuela.
El caso es que era una de estas personas que difícilmente te dejan indiferente. O bien empatizas completamente con él e incluyo lo admiras, o bien te repele cual olor a pescado podrido. No obstante me aventuro a decir, sin haber realizado ningún estudio ni estadística al respecto, que aquellos que nos incluíamos en el segundo grupo superábamos notablemente a sus simpatizantes. Así pues, mientras aún seguía entre nosotros dando guerra, no era extraño escuchar, tanto en medios de comunicación como en conversaciones entre amigos, calificativos referidos a su persona como payaso, fantasma, energúmeno, bruto, engreído, malnacido y otros más soeces que omitiré para que este humilde blog aún mantenga un mínimo de buen gusto en el uso del léxico.
Pero, cual disco de vinilo que llega a su fin, cuando le sobrevino la parca a este personaje también desaparecieron todos estos comentarios despectivos. Parece que en ese momento en el que alguien nos abandona solamente está permitido evocar sus buenas acciones en vida, y si no hubo se inventan. No estoy diciendo, me libre de ello cualquier divinidad que circule por el etéreo, que debiéramos alegrarnos de esa defunción, y si es que fuera ese caso no debería expresarse más allá de nuestra propia mente. No diré que no existan, pero son pocas las personas de las que debiéramos desear que la dama blanca las acompañara a algún lugar donde no pudieran hacer daño a sus semejantes. Pero esto no significa que debamos cambiar tras su muerte nuestra opinión sobre aquellos seres que en vida no nos congratulaban. No entiendo por qué en su momento nadie, o casi nadie, dijo de este elemento algún comentario similar a “no es que me alegre de su fallecimiento, pero desde luego era un caradura y un capullo integral” (¡hala, al garete el buen gusto en el uso del léxico!).
He personificado esta opinión en un caso concreto, pero desde luego que es perfectamente válida para una infinidad de individuos, cercanos y conocidos personales o distantes y a los cuales solamente conocemos a través de los medios. De la misma manera que a día de hoy creo que nadie tendría ningún reparo en amontonar sobre el nombre de Hitler los más despiadados insultos y los más terribles deseos, no deberíamos reprimir nuestras opiniones sobre aquellos que nos dejaron. Lo sé, no se puede comparar a un exterminador de vidas con el vecino del tercero que agacha la cabeza para no saludarnos si el azar nos cruza en el portal, pero el día que este vecino mío falte seguiré pensando que era estúpido con avaricia.
Supongo que la explicación reside en pensar que el hecho de saber que un difunto no podrá escuchar, y por tanto rebatir, nuestras críticas hacia su persona nos puede hacer sentirnos más cobardes, a pesar de que en el caso de que la persona en cuestión aún viviera raramente le daríamos nuestra opinión a la cara, o por respeto y por demostrar nuestra exquisita educación o, en el caso de personajes públicos, porque por más que lo intentamos no conseguimos concertar una cita con ellos. Pero precisamente por ese motivo, ¿qué más nos da que el sujeto esté criando malvas o, simplemente, con sus tímpanos lejos de nuestras cuerdas vocales? Así pues, permítanme que defienda que el hecho de que alguien esté o no entre nosotros no condicione ni nuestra opinión ni lo que comentemos abiertamente sobre quien corresponda.