sábado, 15 de julio de 2017

Microrrelato

Una de las anécdotas de mi época estudiantil cuyo recuerdo se mantiene más vivo en mi fatigada memoria ocurrió cursando yo COU, aquel curso de orientación universitaria cuyo mero nombre lo hacía mucho más interesante que nuestro actual segundo de Bachillerato. En clase de lengua española nos tocaba comentar uno de los numerosísimos textos con los que nos preparábamos para selectividad. Jorge Wagensberg fue el autor elegido y el caprichoso azar quiso que el dedo del profesor apuntara en mi dirección cuando tocaba decidir quién leería el comentario que tan minuciosamente habíamos preparado en casa la tarde anterior. Mi lectura se produjo con total normalidad, sin nada que distrajera la atención de mi maestro ni de mis compañeros. Acabé de exponer mi creación firmemente convencido de que había impresionado a propios y extraños con la calidad de mis palabras. El silencio se hizo mientras todos esperábamos con impaciencia el veredicto del docente. Sus primeras palabras fueron algo así como: "le vamos a pedir que nos lea sus comentarios con más frecuencia, señor Odiseo". Mi ego creció durante unos breves instantes a una velocidad tan vertiginosa como aquella con la que se encogió tras escuchar la continuación de aquella evaluación que, por lo visto, no había concluído: "... porque tiene usted una voz realmente bonita". Y ya. Ni media palabra más.
Aunque para aquel curso yo ya tenía dedicido que sería hombre de ciencias, aquella sutil insinuación de que mi comentario era pura bazofia me hizo tachar de un plumazo la opción de escritor como posibilidad para ganarme las lentejas de cada día si la opción científica fracasaba. Eso sí, al menos me dejaba abierta las puertas de caminos como locutor de radio o cantante. Algo era algo.
A día de hoy, duplicando la edad de aquel momento, soy consciente de que mi calidad literaria de aquella época era nefasta, ínfima, paupérrima, ridícula, etc., aunque afortunadamente eso nunca pudo desprenderme de mi interés por escribir. Quizá fuera esa insistencia que sumó algún punto más a eso tan valorado que llaman experiencia, quizá fuera el hecho de ir abandonando a Mortadelo y Filemón para ir pasándome a Dostoiesvski y Saramago, quizá fuera el conocer a mi actual esposa, mujer de letras que me educó literariamente hablando y que aún está embarcada en la compleja misión de enseñarme a colocar debidamente las comas, quizá fuera una síntesis de todo lo anterior, pero el caso es que creo poder estar en condiciones de afirmar, sin caer en una vanidad que no me pega nada, que he pasado de ser un escritor pésimo a uno simplemente malo.
Y como prueba de esta leve mejoría cabe mencionar la selección de uno de mis relatos como finalista de un concurso regional para escritores amateur. Eventualmente acostumbro a enviar algunos de mis escritos a diversas competiciones literarias, siempre con textos breves que no abarcan más de una cara de folio, hasta ahora sin mayor éxito que la propia satisfacción personal. Pero por primera vez he logrado una especie de pequeña victoria, formando parte de la selección de microrrelatos para ser leídos y publicados en homenaje al murciano jardín de Floridablanca. Esta que expongo a continuación es la creación con la que he conseguido este diminuto reconocimiento como escritor.



Partí un trocito de pan y eché las migas por el jardín. Comed, hijos, dije en voz baja mientras efectuaba un barrido visual por aquel frondoso lugar. A mi diestra, un viejo, sentado centradamente en un banco tan desgastado como él, hojeaba la sección de deportes de un diario. Diametralmente opuesto al anciano, un niño botaba con ardor su pelota. El infante, sin ninguna capacidad de disimulo, observó descaradamente a aquella persona mayor, tal y como su madre le obligaba a llamar a los viejos. Por unos segundos quedó hipnotizado por su semblante sereno, por ese halo de sabiduría que parecía emanar de él. El octogenario, haciendo gala de una mayor discreción, se asomó sutilmente ladeando el periódico y, a través del grueso cristal de sus gafas, admiró las potentes zancadas que el niño daba en su enérgico juego. Le recordaba su infancia, cuando los balones consistían en un manojo de trapos viejos anudados buscando una utópica forma circular. En un momento de relajación sus miradas se cruzaron. El chico se giró raudo; el viejo se ocultó tras el diario. Ambos tenían la esperanza de no haber sido descubiertos por aquel a quien contemplaban.

Simplemente quería con esta entrada compartir este relato con ustedes, mis escasos pero fieles lectores, invitándoles a que lo critiquen, en el buen sentido de la palabra, y a que expongan todas las sensaciones que en sus ojos u oídos haya producido mi pequeña escultura verbal.

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